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28,03 €Hurgando hace un par de años en sus archivos, el fotógrafo Barry Feinstein exhumó un manojo de fotografÃas tomadas en Hollywood a principios de los años sesenta. Junto a ellas yacÃan veintitrés poemas compuestos en 1964 por su amigo Bob Dylan como glosa o complemento de esas imágenes. «Era el manuscrito perdido: todos lo habÃan olvidado», explicarÃa Feinstein. Tan perdido estaba, al menos en los laberintos de la memoria, que el propio autor no recordaba haberlo escrito. Las fotos retratan con desolada frialdad, a veces con afable ironÃa, el ocaso de una época («dorada» según la adjetivación canónica). Hay estrellas dentro o fuera del plató, pero el objetivo las contempla como si se hubieran caÃdo del cielo. Hay también aspirantes al estrellato, idólatras, maniquÃes, decorados ya inútiles y lugares intensamente deshabitados: una explanada vacÃa reservada a los coches del «talento», la piscina de Marylin el dÃa de su muerte con dos peluches luctuosos que permanecen sobre el césped como las camisas aún colgadas en el armario de un muerto. Los versos se atienen a la partitura del desconcierto lÃrico que Dylan forjaba por aquellas fechas, una poética de la arbitrariedad (o sea, del libre arbitrio) que le permitÃa sacudir metáforas rigurosamente aleatorias, oraciones estrictamente agramaticales, neologismos inclementes, puntuaciones feroces, hermetismos, equÃvocos, juegos o jugarretas de palabras, pasajes narrativos, sarcasmos, penas, cariños, bromas, vulgaridades, anécdotas privadas, alusiones literarias o cinematográficas (cómo no), maneras del blues, tonos de balada e influencias lÃquidas o gaseosas (aunque la de Ginsberg era entonces bastante sólida). Los poemas, en fin, son Dylan sin banda sonora, Dylan en un formidable estado impuro.